viernes, 6 de junio de 2008

El púgil tenue. Paul Kaimán. Comentarios sobre la novela de E. Berti, "La sombra del púgil".


El púgil tenue. Paul Kaimán.




Comentario sobre la novela de Eduardo Berti titulada “La sombra del púgil”. Sello editorial “La otra orilla”, mayo 2008.



Novela que indaga en el pasado de una familia y en el pasado desconocido de un boxeador vinculado a la familia.



Tres hermanos, al unísono, narran cómo van recibiendo información sobre el pasado familiar a través de diversos canales. El primero y fundamental es el propio padre de los chicos, que durante años, a la hora de la comida y extendiendo sus manos y sus gestos sobre el mantel va narrando distintas historias a modo de satisfacción doméstica de un frustrado destino como narrador. También hay versiones de la madre y de una hermana de la madre, Aurelia. Por ultimo, unas cartas.


La historia central que emerge en ese entorno, al modo de las muñecas rusas, es la del púgil, que tiene un vínculo amoroso con una de las tías de los narradores y también una historia de derrotas y revanchas, una mujer que murió y una aceptación tardía y triste o traumática del destino que su propio padre le escogió.



Se trata de una gran proeza novelística, la composición cuidada de su prosa sorprende y revela un nuevo Berti que no podía preverse en la sencilla redacción de sus novelas anteriores. Sus dos grandes hallazgos en esta obra son: el narrador, un narrador complejo que constituye en sí un gran reto. Un narrador testigo plural, un tipo de narrador que como apunta en la contraportada, fue trabajado por pocos audaces narradores. Henry James, Faulkner, Onetti y yo agrego a García Márquez y a Landero en la novela “Caballeros de fortuna”.


Se trata de un narrador complejo y es un reto porque al tiempo que permite libertades inverosímiles, trae consigo una cierta debilidad constitutiva, es un carácter que se disuelve en la pluralidad o desemboca en el lugar común, muy común, de una falsa historia social.


Berti acaba convirtiendo a sus tres hermanos narradores en una suerte de idiotas familiares que absorben las palabras de papá y aceptan las reglas de juego sociales, culturales; pero en realidad no le quedaba otra, dado que otorgar protagonismo a esos tres hermanos hubiera supuesto una novela más extensa y de composición agotadora. Y esto último pesa mucho hoy día en que hay que publicar una novela con cierta frecuencia para no sucumbir.


Cabe ya decirlo, Berti es un autor cansado, no sólo eso, es o parece cansino cuando se lo ve y se lo escucha, tanto es así que incluso en la foto no ha podido evitar apoyar la cara en esa mano ajena de tan usada que ya es “la mano del novelista”. A mí me gustan los autores cansados. Pero cansados de verdad. Que no ven muy claro hacia el futuro y ronronean en torno a su creación. Los hay que se fingen cansados para pasar por posmodernos y en realidad son muy impetuosos y están llenos de ambición y escriben novelas en forma de telegramas porque así es más fácil “producirlas”.


Berti no, Berti es un anémico de esos de la genealogía de Borges, que por no hacer cien estiramientos con las neuronas echan mano de argumentos ajenos. Wakefield, Funes. Son “reescritores”. Y esta expresión, en España tiene sólo un significado pero en América Latina posee dos, en este último sentido, elogioso, la utilizo.


Berti sorprende en esta novela, se ha puesto a ronronear desde el comienzo y le ha salido bien. A partir del capítulo ocho uno tiembla al verlo zozobrar una y otra vez con una novela que parece irse al garete. Pero la salva; la salva tanto que la convierte en una obra maestra amena.


Es una historia vieja y maloliente, una historia en naftalina, de esas que Cortázar escribía en sus comienzos y luego, al hacerse moderno, abandonó por los juegos verbales audaces y las tramas con clave oculta en el más allá de la vida esta tan rancia.


Es una historia de sombras antes que de personajes, todos son sombras, sombras atravesadas por la vida de un objeto, un reloj con forma de catedral. Borges atraviesa la trama, enmarañado en la prosa en varias ocasiones, pero es que es difícil haber nacido en argentina, tragarse el lavado de cerebro de que se es argentino y no ser, siendo escritor, Borges, en algún momento. Inevitablemente serás Borges. Hay autores a los que no les sale ser Borges, con lo fácil que es, a Berti sí, el método retórico de redondear capítulos o tramas dentro de la trama ofreciendo una falsa explicación del tipo borgiano se repite en la novela de Berti en algunas ocasiones ("debió pensar que ambos hechos eran las dos caras de una misma moneda", pag. 149) y siempre con felicidad, claro.


Esta es una gran trampa de Berti, desde el comienzo anuncia que el elemento central será un objeto, el reloj catedral, lo hace desde la cita de Godden, en los acápites, no se le puede pedir luego que cree personajes, cosa que no hace mas que de un modo débil. Berti es listo, trabaja a favor de las limitaciones. La madre está clara como antítesis del padre y como valedera de una moral de clase media rayana en la estupidez. El padre es un narrador oral. Es el que cuenta la historia. Tiene un momento de vida propia en el acontecimiento de Brasil, tiene que tomar una decisión, por única vez en su vida dentro de esta novela. Su decisión queda en la ambigüedad; hacia el final del libro esa ambigüedad llega a un punto de relativismo muy posmoderno. Esto fue así pero podría haber sido todo lo contrario, la versión falsa me gusta más, pues dejamos esa. Las hermanas de mamá, las tías Aurelia y Berta a veces es difícil distinguirlas, se aclaran las cosas cuando queda claro qué hechos corresponden a cada una en el pasado. A veces es tan tenue la distinción que Berti al retomarlas tiene que volver a describirlas, allá por la página ciento tres. “Si Berta se recogía el pelo en una fina redecilla cuadriculada, al contrario, la tía Aurelia lo llevaba largo y suelto”. Sin embargo, en la página 107 “alguien ajeno a la familia podría haberla tomado por ella, por Aurelia”. El púgil, faltaría más, que es el protagonista, está claro y realmente vive una peripecia. La historia de la enfermedad, agonía y muerte de su mujer, por momentos aparece empotrada allí, aunque es motivo para que él se determine a hacer algo interesante, y en medio de todo, en el hospital donde agoniza su mujer, aparece “el alemán” que resulta ser danés, un chiste de entre casa muy propio del río de la Plata, realmente el personaje más interesante de la novela. Una rara avis en medio de aquel mar de sombras nada más. El alemán adquiere vida debido a que tiene un objetivo, una meta en medio de aquel mundo dubitativo, silencioso, sombrío, vacilante. El alemán tiene que comunicarle al púgil una mala noticia. Sabe algo que el protagonista no sabe. Esa es la chispa de su carácter. (Ver, a propósito de esto, en http://psicocuantico.blogspot.com/ los artículos sobre personajes redondos y planos, con metas y con principios y la rejilla Forster Weber que creó Héctor D’Alessandro).


Tengo la sensación subjetiva de que al crear al alemán, Berti se dejó llevar por el ímpetu y lo dejó llegar más allá de su objetivo inicial. Tanto este personaje como otro que aparece hacia el final, la prima cuervo, parecen exclusivamente creados para tomar la trama y hacerla avanzar sin que decaiga. Realmente la prima cuervo es un personaje anodino muy parecido a Berta y a Aurelia, no significa una creación nueva y distinta y que aporte algo interesante, su función como portadora del objeto a la casa de antigüedades la podría haber cumplido Aurelia. El carácter miserable de esta, tanto como el de su hermana Berta, no tendría porqué haberse propalado a un ser más en la lista. Esto sucede cuando las novelas son de no ficción, la trama está estrictamente atada a los personajes que la actuaron y es difícil separarlos de ella, este tipo de personajes “reales” de las novelas de no ficción sobran en las tramas de ficción. Esta novela tiene una prima de más.


No obstante es una novela que hay que leer. ¿Por qué? Primero, porque Berti ha abandonado la prosa efímera y se ha introducido en la prosa de los mandarines.


Observen:


“Funés sabía que llegaba tarde pero no apuró el paso para remediarlo. Se había despertado sintiéndose mal, le latía con fuerza el pecho, las piernas le pesaban, la cabeza le dolía un poco, o mejor dicho le percutían las sienes, y la sola idea de correr le parecía, más que insoportable, fuera de cuestión para alguien de su edad”.


(Primera frase de “Todos los Funes”, novela de Eduardo Berti finalista del premio Herralde de 2004)


“Corría el año setenta y seis, o a lo sumo el setenta y siete, y por entonces en casa de nuestras tías había un reloj con forma de catedral que no andaba nunca o casi nunca y que, sin ser muy grande en sí, era objetivamente grande para la mesa baja de madera y vidrio en que se hallaba y era también algo suntuoso para la habitación, o sea el oscuro comedor de aire asfixiante, donde entre muebles y adornos de escaso o nulo valor y de escaso o nulo interés ese reloj enseguida sobresalía como lo único atractivo, al menos para nuestros ojos infantiles”.


(Primera frase de “La sombra del púgil”, 2008)


La comparación entre una y otra, sólo verlas insertas en la pagina, evita todo comentario. Se ha producido en la prosa de Berti un salto cualitativamente importante. El gran logro de esta novela. Aunque al mirar a Berti en las fotos que ilustran a sus libros sugiere a un chico aplicado, cabe aquí decir que en “La sombra del púgil” y quizás porque se ha publicado en un sello editorial que lleva como seña de identidad “la otra orilla”, Berti se ha soltado la melena desde el punto de vista de la prosa que se inventa. Hay repeticiones y redundancias juguetonas que no cansan y hacen chispeante a la prosa, hay lo que llamaba Conolly “falsos pensamientos” que producen inflexiones interesantes, “en el setenta y seis, o a lo sumo en setenta y siete” (las fechas en esta novela siempre oscilan, como si el tiempo fuera relativo como señal de identificación, como si esto pudiera suceder en cualquier sitio y en cualquier época. ¡Borges, Borges!) Sin embargo, incluso esa indefinición es la marca de la casa, tanto da en ese mundo que no cambia, que siempre es igual, en el que las personas se mueven como sombras detrás de objetivos miserables de mera sobrevivencia.


Esta indefinición se extiende incluso a aquella parte de la narración que puede ser tomada como histórica. Pertenece este narrador plural a una familia que, en la guerra fría, quedó en medio, el peor lugar. El padre de los tres chicos trabaja en un organismo central de la democracia pero que no tiene funciones manifiestas, tiene que poner cara de adicto al régimen pero se siente culpable por lo que les sucede a los otros, necesita buscar excusas para no ayudarlos. Esta esquizofrenia social resulta paralizante. Es valiente Berti, al crear un personaje de este calibre, alguien estérilmente inmóvil en una sociedad muy agitada. Los que confunden a las novelas con la realidad, tan adeptos a crucificar con palabras a los autores, lo harán con Berti; quizás le hagan un gran favor.


Es valiente porque inventa juegos de palabras como "hay libro encerrado" o "cuento del cisne" con los que arriesga a quedar en ridículo pero acaba quedando dentro de los márgenes de su propia creación, que es donde conviene quedar siempre,

Es valiente también Berti también al crear una metáfora tan fuerte y tan banal como la de un reloj catedral que no funciona, pauta que rige en buena medida el destino de unos seres que llegan, incluso, a perder la llave para darle cuerda a su dios motor. El único trasgresor en toda la obra que se las ingenia para hacer un duplicado de aquella llave que mueve al tiempo es justamente el púgil en su juventud.



La despedida queda en manos de ese narrador plural que son los tres chicos: uno ha estudiado periodismo, otro historia y otro biología. Hay un momento en que asoman un poquito más la nariz dentro del mundo de la novela. El mayor, ya “emancipado” paga a la tía Aurelia para que le entregue las cartas que revelan en definitiva los secretos de la novela. Eso es lo mas osado que sucede, de parte de los narradores, conformistas y bastante sosos como seres, interesantísimos como personajes, recipiendarios de la tradición sin ninguna motivación más o menos rompedora. Pobres chicos abúlicos de la clase media, su mayor interés radica en escuchar las historias de papá. Cuando se hacen adultos, ya licenciados como monstruos de la normalidad, solo desean dar cuerda a aquel dichoso reloj. El horror, a veces, es un veneno de acción lenta.



Es verdad que Berti trabaja en la misma cuerda que Onetti y que Faulkner, pero también pertenece a una tradición literaria llena de seres grises y banales, algunos fueron propuestos a la imaginación por Marco Denevi, otros por Di Benedetto. Camilo Canegato, Leonor Arrufat, El silenciero, son sombras, se arrastran por la ciudad. Tienen taras peculiares más que rasgos de carácter. Saben que casi todo es inútil.


Al autor sólo le resta escribir. Y eso incluso si no hay nada mejor que hacer.


Cada día ha de agradecerse alguna cosa para poder vivir; yo agradezco la creación, la creación también de estados nebulosos y crepusculares como la pena, la melancolía, la tristeza y todos aquellos que se derivan del sinsentido de la inutilidad. Agradezco a quien sabe crearlos para que los lectores lo presencien. Agradezco poder ver cómo con cada novela Berti es más su propia voz, y que pueda escribir en un sello que no esterilice su gracioso y a veces irónico uso de expresiones de la otra orilla. En fin, que Berti ha dado una lección de estilo con enorme solvencia.


Lo dejo aquí; como aquel personaje de película, yo también me iré ahora a mi casa en mi enorme cochazo, con la joven de mi elección y pensaré “por suerte, soy yo”.



Hasta pronto,


Paul Kaimán


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